En pandemia, Rosa aprendió a leer y a escribir

Remedios Jaqueline Sánchez López

Coyolillo, Actopan, Veracruz

Rosa tiene 36 años, ha aprendido a leer y a escribir durante la pandemia. Ahora, empieza a ver un poco de esperanza en su andar; sus sueños vuelven a renacer, narra que, de pequeña siempre quiso ir a la escuela, pero las condiciones no lo permitieron. Luego, la vida tampoco le favoreció hasta ahora.

La joven madre tiene un hijo y dos hijas, quienes le reprochan todos los días por no poder ayudarles a resolver los ejercicios de matemáticas y con algunas tareas. Ninguno de los tres quiere estudiar, pese a que Rosa les insiste y les explica que, deben ser mejor que ella; Rosa esta dispuesta llevarlos al club de tareas de su comunidad donde puedan complementar con lo que le enseñan en la escuela. Sin embargo, ellos se niegan a continuar con sus quehaceres académicos.

Si a eso, le sumamos la complejidad del confinamiento, los hijos de Rosa no cuentan con ningún dispositivo donde puedan acceder a las clases o hacer sus tareas.

Rosa creció en una comunidad rural en el estado de Veracruz, donde ir a la escuela no era para mujeres; ellas, debían de hacer los quehaceres del hogar, mientras que, los hombres trabajaban porque no la fuerza laboral era más importante que ir a la escuela.

Gardenia, la madre de Rosa la levantaba antes de las 6 de la mañana, durante todos los días, primero debía de hacer las actividades de la casa, luego si daba tiempo, asomarse a la escuela.

De niña recuerda Rosa que, tenía una amiga de nombre Margarita a quien no obligaban con las actividades de la casa y se la pasaba jugando con sus muñecas. Sin embargo, en su casa, su madre le decía: “Tú eres pobre como yo y debes ayudarme en la casa”, recuerda.

Después de las 10 de la mañana, Rosa por ser la hija mayor junto a su madre, terminaban de hacer tortillas, la comida para sus otras hermanas y hermanos, la limpieza, hasta dejar ordenada la casa. Entonces Rosa junto a su hermana Amapola salían rumbo a un rio en la comunidad más cercana a la suya, para irse a bañar y a lavar toda la ropa.

Narra Rosa que, siempre apuraba a Amapola porque se iban caminando con las tinas llenas de ropa de toda la familia, el camino siempre fue pesado y cansado para las dos.

Amapola, siempre se veía apurada por su hermana, para poder asistir a la escuela. Rosa dice que la mayoría la mayoría de los días llegaban tarde o de plano no iban por los quehaceres de la casa; en esos días, Amapola, le repetía que, no era necesario estudiar porque en algún momento se casarían y alguien las mantendría, al menos, eso les aseguraba su padre y hermano.

La insistencia de Rosa por querer estudiar, aprender a leer, para así buscar un trabajo que le permitiera ayudar a su madre fue desvaneciéndose, cuando las hermanas no llegaron nuevamente a la hora de clases, pareciera que las ocupaciones y actividades crecían y se hacían mayores, cuantas más ganas le ponían para terminar pronto.

Un día, Rosa decidió resignarse, aceptar que la escuela no era para las mujeres, que la escuela no era para ellas, que jamás podría aprender a leer y escribir, que sus sueños debían ser los que sus familiares le habían dicho. Así fue como pasaron los años, Rosa se levantaba muy temprano, hacia tortillas, limpiaba, ordenaba la casa, salía al río a lavar la ropa de todos, regresaba muy tarde y terminaba agotada.

Pasaron los años y Rosa decidió irse a vivir a la capital, allí se empleó como empleada doméstica. Después de unos años, conoció a Anturio, un hombre que cambiaría la vida de la joven, al menos eso pensó.

Ya en la ciudad, la joven vivía frustrada por no saber que camiones tomar; por no poder leer las etiquetas de lo que compraba; por no obtener un empleo mejor, ya que en todos le pedían de escolaridad mínimo la primaria. Anturio le enseño un poco: cómo identificar el camión en el que debía salir y regresar. En ocasiones, él la acompañaba hasta que, un día le pidió que se fueran a vivir juntos.

Rosa accedió pensando en que Anturio le ayudaría a crecer y a ser mejor, así que no lo dudó. Al pasar el tiempo se dio cuenta que, su vida era básicamente la misma que fue en la casa de sus padres, en la casa donde trabajaba y ahora con su pareja.

Solo se dedicaba a limpiar, tener la comida lista, ordenar la casa, es más, ya ni por el mandado salía. La frustración de niña, regresaba y se repetía una y otra vez.

Situación que deprime, frustra y hace sentir culpable a Rosa todos los días, a pesar de que, actualmente se inscribió a un grupo donde les dan clases a las personas adultas. Una de satisfacciones de Rosa a sus 36 años es saber escribir su nombre completo, lo que le da esperanza de realizar aquel sueño que tuvo de niña.